Mi Experiencia en talleres de Escritura Creativa

 

Conferencia presentada en el 9º Maratón del Cuento
Seminario Internacional Los Nuevos Flautistas de Hamelin.
Los mediadores de lectura en los territorios de la infancia.

Quito, 3-4 de junio, 2014

Quiero compartir con ustedes mi experiencia en los talleres de Escritura Creativa que dirijo desde hace 12 años, cuya base, fuente de inspiración y camino de ida y vuelta es la lectura.  Se lee para escribir y se escribe para leer. Se escucha para aprender del otro, beber palabras, alimentarse de la voz de los otros; y se habla para contar, para comunicarse, para narrar de otra forma lo leído y lo escuchado.

 

“Los talleres de Escritura Creativa son una estafa”, leí el otro día en un artículo en Internet, “porque no convierten a sus acólitos en escritores”. Y, si ese fuese el objetivo, sería verdad. Personalmente creo que estos talleres son un canal, como otros, de la palabra escrita que va más allá del ejercicio mecánico de sacar el cuaderno y copiar,  contestar las preguntas de un examen o hacer una redacción sobre el día de la madre, formas en que la escuela tradicional convirtió una de las más importantes creaciones y señales de identidad de los seres humanos en una actividad aburrida de la que los niños y jóvenes huyen, e incluso temen y detestan.

Debo aclarar que mis talleres no son para personas que buscan ser escritores, sino, en la mayoría de los casos, para niños y adolescentes, y en otros, para maestros. Por eso pongo énfasis en que los niños descubran que la escritura sirve para expresar su espíritu, para explorar su propio universo, para que cuenten lo que piensan del mundo, su vida, el tiempo y las circunstancias que les tocaron en suerte, primero, a sí mismos y luego a los demás, para que lo hagan como quieran y construyan una palabra propia. Para que se rían, para que hablen en serio, para que duden y para que lloren, porque para eso también sirve la palabra.

He conocido niños que, con la mayor compostura del mundo, solo escribían textos escatológicos; otros, historias tan terroríficas que los demás niños se negaban a sentarse a su lado. Algunos tomaron contacto con un padre al que nunca conocieron a través de sus textos y esto, a pesar de ser una puerta al llanto, también fue la entrada de una nueva comprensión sobre su vida y ellos mismos. Otros me utilizaron como personaje secundario y aprovecharon esta circunstancia para burlarse de mí.

Pocos aspiran a ser escritores que, como J.K. Rowling, ganan mucho dinero; otros, los menos, sueñan con el premio Nobel de Literatura, pero todos asisten porque les gusta escribir. Por otro lado, los maestros, quienes buscan nuevas estrategias para motivar la lectura y la escritura en el aula, descubren que, como todos, tienen muchas cosas por decir y que escribir puede ser divertido y gratificante.

En mis talleres, la maestra es la literatura. Mediante la lectura en voz alta, enseña a escribir a los alumnos, les muestra cómo se estructuran los textos y cómo se expresan los pensamientos: la poesía y la narrativa delimitan el espacio en el que nos movemos. Estos textos pueden ser imitados. Creo que hay que tener agudeza para replicar y descubrir los mecanismos que el otro utiliza al escribir, así como para romper con ellos y explorar el pasto que circunda el terreno. Todo es válido: es necesario experimentar y equivocarse para que cada uno encuentre el mejor camino y una forma particular de expresión.

Poesía para que los asistentes escuchen la música de las palabras, enriquezcan su sensibilidad y tengan contacto con una de las formas de expresión más espirituales que ha creado el ser humano; para que aprendan a mirar más allá de lo evidente y se sorprendan con los múltiples secretos que guardan las palabras. Al principio,  la mayoría dice que no le gusta la poesía, sobre todo porque no acostumbran a escucharla; sin embargo unos pocos se ven asaltados por ella, por un don que bendice a casi nadie y, sin entender mucho lo que hacen, dejan cantar en su voz a la de la poesía.

Narrativa para que aprendan, de una fuente de primera mano, a edificar historias, construir personajes, imaginar paisajes diferentes y hacer que sus lectores sueñen despiertos.

Para todos, niños, jóvenes o adultos, leo libros álbum por las múltiples ventajas que presentan. Muchos de ellos, a pesar de una aparente sencillez, son profundos y cuentan historias complejas que pueden ser leídas en una sola sesión. Las estructuras narrativas que contiene permiten varias aproximaciones y responden a diversas consignas y escenarios para motivar la escritura. No son solo libros para primeros lectores sino que, como las cajas chinas o las matrioshkas rusas, presentan múltiples capas, significados y secretos que los hacen aptos para cualquier edad y tipo de lector.

Esta característica lo hace adecuado para suscitar la escritura ya que los diversos significados abren temas de conversación y posibilidades de interpretación, así como varios caminos para la expresión tanto escrita como plástica (y no solo para los niños con habilidades para ello). Los niños y jóvenes, convertidos en lectores expertos de este tipo de libro, al final de cada ciclo, que dura todo el año escolar, escriben e ilustran, en diversas técnicas, su propio libro álbum.

Al respecto, quiero contarles una de mis experiencias. Aprovechando una invitación de Editorial Norma, entonces dueña de los derechos de Elmer, el elefante de colores, preparé un taller para trabajar la escritura a partir de dicha obra y diseñé actividades desde el preescolar hasta el 6to año de Educación Básica con esos libros. La propuesta tuvo sentido para las más de doscientas maestras que asistieron al taller, y,  más tarde, a partir de la lectura de libros similares, diseñaron actividades de mediación lectora y escritura para los diferentes años de Educación Básica con los cuales trabajan.

El libro álbum, al estar construido a partir de la interrelación de dos lenguajes, el literario y el gráfico, permite tres lecturas: la del texto, de la ilustración y de la suma de ambos lenguajes de la cual surge el significado global de la obra, construido por el lector. Por eso, la lectura de este tipo de libros, además de requerir una participación más atenta por parte del lector, representa una nueva forma de leer, la cual se adecúa a los nuevos entornos y lenguajes que manejan los niños y jóvenes. Nacidos en la civilización de la imagen, son buenos para observar y encontrar los detalles aparentemente inexistentes que enriquecen la historia. De hecho, junto a ellos, mi percepción visual ha mejorado: he aprendido a mirar mejor y a buscar un complemento de la historia en cada fragmento. Los múltiples atractivos del libro álbum siembran, entre sus lectores, el gusto por la lectura y logran que los niños quieran leer más y otro tipo de libros como cuentos, novelas o libros informativos.

En estos talleres, la lectura es el caldo de cultivo, el campo en el que nacen las palabras y el lugar donde se las vuelve a sembrar. Así, cada uno, grande o chico, encuentra una voz narrativa propia y, a diferencia de lo que suele ocurrir en otros talleres de este tipo, todos construyen una voz propia a partir de los aprendizajes que hacen en cada autor, esa que les resulta más adecuada para narrar sus historias. Ocasionalmente, utilizamos otros motivadores para escribir, como películas, música y otros elementos que provoquen los sentidos. Una de las clases más populares es la de “Olores y sabores” en la que prueban todo tipo de alimentos, desde ajo, vinagre y jengibre, hasta papas fritas y chocolate, acompañados de lectura.

Después de leer, conversamos sobre lo leído para enriquecer la construcción del significado del texto e ir más allá del contenido superficial, del “me gusta” o “no me gusta”, en un clima de confianza en el que se toma en cuenta y se valora la intervención de todos. Creo que en este espacio, es más importante que los niños encuentren lo que el texto le dice a su subjetividad, a su experiencia vital, en lugar de lo que el texto dice en sí o lo que los críticos destacan de él. Para manejar la conversación literaria, es necesario conocer bien el texto, de manera que se puedan explorar con confianza los diversos aspectos del libro y responder a todas las interrogantes de los niños.

La consigna para escribir se relaciona con el texto leído y tiene la intención de explorarlo o de tomarlo como punto de partida para otras búsquedas. Este funciona como un disparador que motiva la escritura y presenta obstáculos y desafíos para desatar la creatividad. La consigna busca sorprender, desafiar, mostrar nuevas posibilidades de  enfoque, de pensamiento y de escritura. La mayoría responde a ella, pero siempre hay alguno que opta por otros caminos.

Luego de escribir, el compromiso es leer todo lo que se produce, porque escribimos para comunicar. Si los niños, por temor, inseguridad o resistencia, no quieren leer, leo yo sus textos con el mismo respeto, atención e interés que si leyera a autores consagrados. Es interesante observar el proceso de lectura de los textos propios, sobre todo entre los estudiantes de colegios fiscales. Las primeras veces leen con temor, tapándose la cara, en voz baja con la esperanza de no ser escuchados. Incluso, algunos maestros, como reflejo de la crítica que han recibido o de sus propios temores infantiles, supongo, se excusan antes de empezar: “No sé si esté bien”. Poco a poco los niños cambian su postura corporal, levantan el rostro, leen con más seguridad, mayor claridad y en voz alta, reflejo de su nueva situación emocional y de su seguridad en relación a lo que han escrito.

Katherine Paterson, escritora estadounidense, ganadora del premio Andersen y autora de una vasta obra para niños y jóvenes, dice que escribir es como correr desnudo frente a los demás. Por eso, la segunda condición que tengo para los asistentes de mis talleres es el respeto absoluto a todo lo que se dice o se lee en ellos. (La primera es que lean mucho). Así, los talleristas se sienten en un espacio seguro donde su expresión oral y escrita es respetada. Cuando uno escribe se expone ante los otros, por eso hay que hacerlo en condiciones de libertad, aceptación y respeto. Los niños necesitan contar con respaldo y aceptación incondicional, y saber que nadie, bajo ninguna circunstancia, se burlará de ellos o denigrará su trabajo.

Vivimos en un mundo que mira mucho pero observa poco y que a pesar de los innumerables estímulos auditivos a los que está expuesto, escucha poco. Los niños, en la escuela y aun en su casa, tienen raras oportunidades de expresar lo que piensan y, por lo general, dicen lo que quieren escuchar sus maestros o padres, es decir, los adultos. A la vez, se saben poco escuchados. Aunque no las digan, los niños tienen opiniones sobre todas las cosas que les conciernen. Por eso, es importante crear espacios donde puedan expresar sus ideas sin temor a ser menospreciados o rechazados, e instarlos a ir siempre más allá para que expresen sus dudas e hipótesis y hagan nuevos descubrimientos en cada texto literario, así como en cada situación de vida.

Algunos de los retos que los talleres de Escritura Creativa me han planteado son lograr que quienes participen en ellos observen mejor y con mayor interés, que sean cada vez más agudos para descubrir las diversas intenciones de las ilustraciones de los álbumes y que desarrollen una escucha atenta tanto de la lectura de textos literarios como de las historias y opiniones de sus compañeros, ya que de esta manera enriquecen su expresión oral y escrita.

Por mis talleres ha pasado una infinidad de niños talentosos y creativos cuyos textos, en varios casos son originales, y unos cuantos, sorprendentes. Con ellos he disfrutado la lectura de muchos libros hermosos y de jugar, escribir, narrar, gozar con las palabras. Algunos de estos niños, si se toman en cuenta sus calificaciones, son malos en lenguaje, porque el aprendizaje de la lengua, alejado de los lugares en que vibra y tiene vida, es árido y les resulta aburrido. Y a más de uno le han puesto cero en redacción por haber copiado, supuestamente, de algún autor desconocido, el texto que escribió sin ayuda de su maestro.

Hace algunos años, dicté un taller para profesores en una pequeña ciudad de la Amazonía. Cuando llegué, vi que tenía 25 inscritos. ¡Una maravilla!, un buen grupo para un taller. Al iniciar hice lo que suelo hacer siempre: les pregunté por qué se habían inscrito. “Para mejorar la letra”, dijeron unos, “para aprender ortografía”, “para hacer letras bonitas para afiches”. Solo dos dijeron con timidez algo relacionado a la escritura. Tres días después, maestros que tal vez nunca escribieron algo personal, tenían textos sobre diversos temas y en distintos estilos. Estaban felices, se sentían bien; incluso querían publicar los textos que crearon.

Otra experiencia que valoro mucho y que quiero compartir con ustedes es la que viví a mediados del año pasado y principios de este. El SINAB, Sistema Nacional de Bibliotecas, organismo impulsado por el escritor Francisco Delgado Santos en el año 87 y que ahora atraviesa un proceso de disolución, no se sabe si para mejorar su función como programa o para desaparecerlo por ignorar, tal vez, el importante rol social que cumplen las bibliotecas, me invitó a dictar estos talleres en escuelas fiscales de diez provincias del país, de la Costa, Sierra y Amazonía.

Cada uno duró cinco días, tres horas diarias, y me permitió descubrir voces nuevas y otras maneras de decir y escribir, así como conocer el nivel de formación de los niños y jóvenes de 11 a 15 años que participaron. En algunos casos, presentaban una pobreza extrema en el manejo del lenguaje: no entendían las consignas ni podían expresar en más de dos o tres líneas lo que sentían o pensaban. Estos niños y jóvenes evidenciaban una carencia enorme de lecturas, y no solo literarias, así como una importante falta de conversación y comunicación en el aula.

El primer día, la mayoría mostró inseguridad y escribió poco, pero al tercero o cuarto sorpresivamente muchos florecieron en textos profundos, audaces, graves, graciosos y dolorosos. Ahí estaban ellos; su espíritu alzaba vuelo mientras contaban historias desconocidas para ellos hasta ese momento. Se atrevieron a decir eso de lo que no habían hablado porque no encontraban un espacio para hacerlo, ni amigos, padres o maestros que escucharan esas cosas que en voz alta se balbucean pero que toman fuerza con la palabra escrita.

En todos los casos, participaron maestros y bibliotecarios. Algunos se mostraron entusiastas, abiertos ante la novedad que representaba el taller, valientes al escribir y compartir sus textos con los estudiantes;  otros, cansados, desilusionados; y unos pocos, reacios al cambio, molestos, arrogantes, poseedores de verdades absolutas caducas a ojos de los nuevos tiempos. No juzgo a ninguno pues son maestros a quienes, salvo excepciones, no se les enseñó a redactar ni a respetar o estimular la expresión escrita. Como sociedad, no podemos exigir a los docentes algo que no recibieron: el gusto por la lectura, el placer de la escritura.

Sin embargo, quiero anotar que en 80% de los casos, los textos de los niños y adolescentes tenían mayor calidad y frescura que los de sus maestros, quienes escribían para un profesor de su lejana infancia, ahora inexistente, que les impuso lo que se debía decir y era correcto escribir, y no para ellos.

Y una triste constatación, en un alto porcentaje pude ser testigo de algo que evidencia la necesidad de los cambios que son necesarios en la escuela, cambios que van más allá de los reformas curriculares. A más de la comunicación que exige el dictado de las materias, los maestros no escuchan a los estudiantes y los estudiantes no escuchan a los maestros.

La voz de los estudiantes no se considera como una fuente de conocimiento o aporte. En algunos lugares, los maestros hablaban entre ellos mientras los niños leían sus textos, como si conocieran de antemano lo que iban a decir y no les importara su contenido, y se molestaban cuando les pedía silencio. Y, para mi asombro, algunos de los maestros que sí escuchaban decían sorprendidos: “¡Qué inteligentes que son los niños!”. Porque en la mayoría de casos, tal como está diseñada la educación, no hay espacio para la expresión de la voz propia de los estudiantes, ni de los profesores, sino solo para las preguntas y respuestas programadas en las lecciones escolares.

Leer para escribir y escribir para leer. Escuchar para aprender del otro y hablar para comunicarnos. Leer para ampliar el mundo, para apropiarnos de la cultura, para conocernos más a nosotros mismos y más a los demás. Escribir para trascender y expresar nuestra voz. No para ser escritores sino para hacer uso del mayor instrumento que poseemos, de eso que nos hizo seres humanos, de lo que nos distingue de nuestros hermanos los osos, los lobos y las ballenas: la palabra, y la palabra convertida en historia, en narración, en poesía.