Artículo publicado en la Revista Familia – Diario El Comercio

 2003

Leonor Bravo Velásquez

—Leonor, ¿vino con usted la Valentina?—, fue la pregunta con la me recibió una niña en la presentación de mi libro y en sus ilusionados ojos vi al personaje que yo había creado.

Esa es una de las maravillas de escribir para niños. No hay distancia entre el sueño y la realidad: todos los sueños son realidad.

Yo escribo para niños, sobre todo para la niña que fui, que aún me acompaña y es la primera lectora de mis cuentos, porque aún me hace preguntas y quiere hacer travesuras y porque tengo una estrecha conexión con el mundo de mi infancia, que fue muy rico y complejo. Seis hermanos que ahora son músicos, poetas y soñadores. Una madre que me introdujo en la literatura y me enseñó a amar el arte: mis héroes de la infancia fueron Leonardo, Rafael y Miguel Ángel, los pintores renacentistas. Un padre que me entregó el Ecuador al compartir conmigo su cariño y respeto por él. Una abuela, que en el sofocante calor de Chone, me contó las Mil y una noches y vivencias que entretejían el amor, la muerte y el honor. Una abuela carchense, que en el intenso frío de Tulcán, me cubría con cinco cobijas y con el miedo que me provocaban sus leyendas de fantasmas. Tuve también la bien dotada biblioteca de mi padre, con enormes libros entre los cuales guardaba mis tesoros, que eran asaltados periódicamente por la pirata de mi hermana Sheyla. Todo esto, más tristezas, carencias y deseos insatisfechos, fueron elementos que nutrieron mis sueños y alimentaron mi fantasía.

De entre ellos hay dos objetos que se volvieron poderosos en mi interior y que aún ahora me inspiran. Ambos mutilados, que llegaron a mí y me abandonaron en silencio y misteriosamente, sin que supiera nunca su origen ni su destino final. Una muñeca de trapo sin cabeza, que cosí infinidad de veces y se cayó otras tantas. ¿Por qué no tenía cabeza?, ¿cómo era su cabeza anterior?, ¿tendría cara? Ella me producía una lástima infinita, desnuda y sin cabeza por el mundo, y la quise más que a las otras muñecas que tuve. Y un libro: lleno de cuentos que nunca había escuchado, con bellas ilustraciones, sin pasta y sin sus primeras y últimas páginas. Empezaba en la segunda mitad de un cuento y, trescientas páginas más adelante, terminaba en la primera mitad de otro. ¿De dónde vino?, ¿cómo era la primera parte del cuento?, ¿cómo terminaba el otro?, ¿habían otros cuentos antes y después?

Escribo para ayudar a esa niña que fui a ponerle cabeza y sueños a su muñeca y para completar ese libro que me permitió fantasear e imaginarme aventuras insólitas; para ayudar a esos seres que me enriquecieron con su misterio y me angustiaron con su dolor, a encontrar sus fragmentos y construir su totalidad, con la esperanza de que mis historias acompañen a niños y niñas a construir una historia personal donde la felicidad y la realización sean su derecho inalienable.