Ponencia presentada en el Encuentro Internacional de Escritores

6to Maratón del Cuento

mayo de 2011

Mi infancia estuvo nutrida de letras, sonidos y colores. De arte. Claro, no todo fue perfecto y eso también cuenta.

Mi madre, una mujer nacida en un tórrido pueblo de la Costa en el que se leía poco, se escuchaba música solo para bailar y donde el color no estaba en ninguna pintura sino en los vestidos domingueros de las chicas y en las maravillosas frutas tropicales que endulzaban el aire y los ojos, con alma de poeta y con hambre de arte, llenó nuestra infancia, la mía y la de mis seis hermanos, de hadas, de poesía, de Mozart, de Tchaikovsky, de Miguel Angel, de Leonardo Da Vinci, de Velásquez. Y de sus sueños que ella narraba como si hubieran sido realidad. En el caballo de sus sueños nos hizo recorrer el mundo que había conocido en las novelas, la Francia de Los tres mosqueteros y de Enma Bovari,  la Rusia de Anna Karenina, el Londres de Sherlock Holmes, la China de Peonía.

Y él, mi padre, nacido en un helado pueblo de la Sierra que nos habló del Quijote, de la Odisea, de las peripecias de los héroes griegos y sus dioses, de los decires del Ecuador; y mis dos abuelas, la del calor que me sorprendió para siempre con las Mil y una noches, y la del frío que me abrió las puertas del terror, que nunca se volvieron a cerrar, con sus cuentos de diablos y aparecidos, que todavía hoy me asustan. Todos ellos me dieron uno de los regalos más preciados que he recibido, el amor por la lectura, la pasión por las historias contadas por palabras que me permiten, aún ahora, crear y recrear infinidad de mundos, dejar de ser yo en cada historia para regresar enriquecida de cada una de ellas.

La sirenita con su profundo dolor de perder la voz fue mi compañera por largo tiempo y lloré muchos días por la muerte de la Niña de los fósforos, a quien debo mi compromiso social.  Aún ahora me enternece el Patito feo, al que me parezco mucho, y me fascina la Caperucita Roja con su curiosidad y su absoluta ingenuidad. De las hadas heredé la fe en los milagros inesperados, la certeza de que si sueño algo con mucha fuerza, el deseo se hará realidad. Por eso sueño con cosas difíciles.

A pesar de eso yo no escogí ser escritora ni escribir para niños porque cuando tuve edad para elegir decidí estudiar Bellas Artes y ser una pintora seria, para adultos, como mis ídolos infantiles. Sin embargo, de aprendiz, con el pincel en la mano y luego de haber presentado, con éxito, mi primera exposición, inspirada por cierto en la lectura de H. P. Lovecraft, fui invitada a ser parte de un grupo de títeres y mi vida cambió. Los muñecos que hablaban me alejaron para siempre de la pintura que había sido mi primer gran amor. Pero no fue fácil, sufrí cuando dejé los pinceles, dejé de ir a exposiciones y me escondí. No quería hablar ni dar cuenta a nadie del por qué ya no pintaba; la sospecha de haber cometido alta traición me enmudecía. Solo años más tarde supe que había abandonado la pintura porque no tenía palabras.

Instalada detrás de un teatrino enfrenté la primera acometida de las letras al tener que escribir obras y canciones para mis nuevos amigos de cartón piedra y el espectáculo de payasos que más adelante formé.  Pero no me sentía escritora, claro que no, sino titiritera que necesitaba obras para montar. Todavía me esperaba un largo camino antes de incluir en mi diccionario personal esa palabra, un camino que me deparó muchas búsquedas, inicios, aprendizajes, hallazgos y pérdidas al transitar por la ilustración, el diseño gráfico, la creación de materiales educativos, la edición de libros, cientos de talleres dictados a niños, jóvenes y mujeres; nuevos estudios, hasta llegar a donde estoy ahora. Un camino en el que llené mis alforjas con el material del que están hechas mis historias, en el que sin embargo no logré responder ni la mitad de las preguntas que traía desde mi infancia, preguntas que al acosarme me llevan hasta el papel en blanco.

Siempre tuve una profunda necesidad de expresar mi yo interior con lenguajes artísticos, pero con ninguno me he sentido tan integralmente expresada como con la literatura. Cuando empecé a escribir sentí que había encontrado, en medio de las tinieblas que muchas veces se apoderaban de mí, una hora cercana al alba en un día que me pertenecía, una seguridad en mí que no había encontrado en las otras artes.  La entrada de la puerta a mi mejor yo.

Escribo porque tengo necesidad de respuestas y porque cada vez que creo haber respondido una interrogante otra me toca el portón. Escribo porque sueño en un mundo diferente, con equidad y oportunidad para todos, y creo profundamente en ello, porque la utopía me llama y me lleva de la mano hacia una luz que aunque a veces desaparece tengo la seguridad de que existe. Escribo porque tengo necesidad de crear, de navegar en ese mar desconocido que me habita. Porque quiero contarme a mí misma y a otros historias que me entretengan, que me quiten el miedo, que me ayuden a mantener viva la esperanza. Porque deseo compartir con otros mi fe en el ser humano.  Porque soy aún una niña que espera anhelante encontrar en una historia la razón para despertarse al otro día.

La literatura me ayuda a expresar esas cosas interesantes que quisiera decir cuando estoy con alguien y mi timidez y mi inseguridad me lo impiden; cuando me piden mi opinión sobre algo que conozco y mi cerebro se convierte en una enorme estepa blanca sin rastros de letras en ella. La literatura me ayuda a encontrar las palabras con las que me construyo cada día y con las que espero justificar mi paso por la vida.

En la literatura, al escribirla, promocionar su lectura o facilitar encuentros para su difusión, he encontrado mi forma de hacer política, y he volcado toda mi pasión militante en ella. Sueño con que cada niño, niña  y joven de mi país tenga un libro para leer y abrazar, de la misma forma en que yo lo tuve. Porque sé que los libros nos abren las puertas hacia otras vidas y nos enriquecen la existencia.

Escribo porque me encantan las historias, leer historias y escribir historias. Porque todo lo que veo, siento, aprendo y vivo lo quiero convertir en una historia. Y porque amo los libros en todas sus formas y en todo su proceso de creación. Y me encanta ser parte del mundo mágico del libro, para mí el mejor de los mundos posibles.

Escribo desde ese ser que se divierte con los niños, con los cuales discuto acerca de si las gallinas los verán a ellos menos bonitos que a sus hijitos pollos; sobre la certeza de la existencia de las sirenas como líderes de grupos de delfines o de los duendes que viven en ese árbol de enormes raíces que hay en la puerta del colegio, junto al cual les aconsejo que caminen en respetuoso silencio so pena de ser víctimas de sus travesuras. Desde esa persona que colecciona dragones y presenció el momento en que uno de ellos se enamoró de un hada mientras compartían un espacio en su estudio. Desde esa amante de la literatura, de las historias bien contadas y de los personajes bien hechos.

Y no me cabe duda alguna de que escribo para niños y jóvenes, lo sé porque también he escrito para adultos y es otra yo la que se sienta a la computadora, otra disposición interior la que me habita, otros ojos los que miran y otras palabras, tonos y sabores los que cubren el papel.  Y cuando a los lectores adultos les gusta lo que escribo, lo que me suele ocurrir a menudo, me alegro, es otro público más, pero son invitados, no los dueños de casa.

He escrito para niños de seis años y jóvenes de dieciocho, y ahora, recién estrenada de abuela canciones de cuna  sobre dragones y tiranosaurios para una nieta que aún no nacía y que ahora tiene 5 meses. No busco temas para mi literatura, el tema es la punta del iceberg, la senda que me lleva a un laberinto con varias entradas. Escribo sobre lo que creo y anida en mí; lo que me angustia, lo que me apasiona, lo que me da risa, lo que amo y lo que temo. El amor, la muerte, la soledad,  la pintura, la música, los monstruos, la Tierra, las travesuras, las hadas, los fantasmas. Y el terror, porque descubrí, recientemente, que la mejor manera de librarme del miedo es escribir sobre aquello que me asusta.

Me gusta la literatura infantil porque, aunque como toda ahora, tiene modas, pero no cárceles, me permite escribir sobre cualquier hecho, en el tono y estilo que quiera; pero sobre todo porque es la puerta a mundos mágicos en lo que todo es posible. Me encanta porque va de la mano de la utopía, de lo imposible, de lo maravilloso, porque se permite abrir la puerta para ir a jugar, buscar el final del arcoíris y mirar, sin temor a ser tachada de cursi, la otra cara de la moneda en la que está la luz que también existe en este mundo cada vez más oscuro. Me convence porque  me ayuda a vivir ya sea al leerla o escribirla.

Me gusta porque es literatura, por su valor estético, por el valor que le da al disfrute, al encuentro y al juego con la palabra. Por su capacidad para llevar a los lectores a universos donde todo es posible, a esos mundos que soñaron Lewis Carrol con su Alicia, Michael Ende con su Historia Interminable o Salman Rushdie con Harum en el mar de las historias. Y en ese sueño, en ese vuelo fantástico provocarles a recrear su propio mundo, contrastar su yo con esos otros y sus vivencias, re-conocerse en las aventuras que viven, y alimentar la capacidad de ilusión, de sueño y fantasía que son las que le han permitido a nuestra especie crecer, aventurarse en el espacio, conocer las profundidades del océano, desarrollar la ciencia y el arte, y también, desgraciadamente, hacer posible a esos seres, que seguramente atormentados por pesadillas, crean grandes maquinarias de guerra y muerte.

Me gusta escribir para niños, porque una vez enamorados de la lectura son interlocutores fabulosos, críticos, atrevidos; porque se ríen y disfrutan, porque están llenos de cosquillas que perderán más tarde en la medida  en que el traje de adultos les vaya quedando bien. Me gusta y me compromete, porque sé que de alguna forma mis historias, que ahora los acompañan, al tener un espacio en su vida van a influir en su formación.

Me gusta porque con ellos me río, me divierto y aprendo. Aprendo todo lo que tienen que decir acerca de mi literatura porque ellos al agregarle su propio color, su propio perfume y recrear la historia a su manera, me dejan ver las posibilidades que tiene la mía. Me entusiasmo cuando un niño desde su mirada particular me devela algo de mi literatura que yo desconocía.

Yo no escogí conscientemente  escribir para niños, aunque amé desde siempre la literatura infantil, pero qué sabio fue mi espíritu para guiarme por los muchos laberintos de mi aventura existencial hasta esta que ahora es mi casa.

He publicado hasta ahora 23 obras entre novelas y libros de cuentos y tengo algunas más en mi computadora a las que en algún momento abriré la puerta y dejaré volar. Cada historia es para mí como un territorio inexplorado, que va surgiendo lentamente en mi paisaje interior, a veces fuera de mi voluntad, que yo recorro con anhelante curiosidad sin llegar nunca a descubrir del todo, perdiéndome en sus senderos más veces de las que quisiera. Y eso me gusta aún cuando signifique que me tarde mucho en escribir cada libro. No planifico nunca, vivo las historias mientras las escribo, que van sucediéndose día a día, mostrándose a su propio ritmo; cada nueva página es una sorpresa para mí, extraña y asombrosa. A veces tengo miedo, no sé lo que me espera en la próxima línea, no sé si algo me espera en el próximo párrafo, siempre existe el riesgo de no encontrar nada a la vuelta de la página. Tengo obras que me han asombrado, qué no sé de dónde salieron, que llegaron sin ser esperadas, como mi última novela El Canto de Fuego, de la cual, aprendí mucho al enfrentarme a ella como si estuviera leyendo a otro autor. O los cuentos de Encuentros inquietantes, libro en ciernes, que se fueron escribiendo como verdaderos actos de exorcismo, escritos en momentos del extremo terror que me producen determinadas sensaciones o circunstancias como la lluvia fuerte por la noche, el abandono, la locura, los espectros o el desamor.

Acostumbrada a tener varios oficios, trabajos y pasiones paralelas, escribo varios textos a la vez. Casi siempre al escribir una novela me asaltan cuentos con otros motivos a los que no puedo dejar de atender. Y me entusiasma  expresar distintas voces en el mismo texto, hacer literatura dentro de la literatura. Las novelas que pertenecen a la serie de La Escondida: La biblioteca secreta, A medianoche durante el eclipse y El secreto de los colibríes, al tener como personaje central a una antigua biblioteca, la que creo es mi mejor personaje, que alberga, entre otros miles, libros mágicos, me han permitido hablar en diferentes frecuencias dentro del mismo texto: el diario de un pirata que viene desde Europa y llega hasta Guayaquil, nuestro puerto principal; un monólogo escrito por algún autor anónimo de nuestros pueblos ancestrales; relatos secretos de enigmáticas y antiquísimas logias europeas, cantos indígenas, cuentos de hadas, recetas de cocina, leyendas y cuentos de terror. Me atrae arriesgarme en el uso de la palabra como en un laberinto con muchas puertas. Y jugar en el bosque con la esperanza de algún día poder conversar con el lobo.

«Los libros son las alfombras mágicas de la imaginación» dice Borges,  y tal vez, contradiciéndolo, porque sé de su opinión acerca de los libros para niños, me atrevería a decir yo, los libros de literatura infantil son las mejores alfombras, las más mágicas que existen, porque se atreven a llegar a los sitios más locos, a los que tienen más fantasía, a los más entretenidos; a aquellos en los que se puede disfrutar con mayor libertad.

Y agradezco a la vida permitirme ser pasajera satisfecha y cochera de esas mágicas alfombras.